BIOGRAFIA DE RUBEN DARIO
RUBEN DARIO

(Félix
Rubén García Sarmiento; Metapa, 1867 - León, 1916) Poeta nicaragüense
que fue el iniciador y el máximo representante del Modernismo
hispanoamericano. En brillantez formal, estilística y musical, apenas
hay autor en lengua española que iguale al Darío de la primera etapa, la
etapa plenamente modernista de Azul (1888) y Prosas Profanas
(1896). Cuando se aminora su esteticismo, y el ideal del arte por el
arte deja lugar a nuevas inquietudes, surge su obra maestra, Cantos de vida y esperanza
(1905), en la que el absoluto dominio de la forma ya no tiene la mera
belleza como único objetivo, sino que sirve a la expresión de una
intimidad angustiada o de preocupaciones sociohistóricas, como el
devenir de la América hispana.
Rubén Darío
Al valor poético intrínseco de esa segunda etapa, más
perdurable que el de la primera, hay que sumar el papel de Rubén Darío
como núcleo originario y aglutinador de todo un movimiento, el
Modernismo, que marcó un hito en la historia de la literatura: tras
seguir sumisamente durante tres siglos los rumbos de las letras
europeas, nace en América una corriente literaria propia cuya influencia
pasará incluso a la metrópoli. Conseguida a principios del XIX la
independencia política, Latinoamérica lograba, a finales del mismo
siglo, la independencia literaria.
Biografía
Casi por azar nació Rubén en una pequeña ciudad nicaragüense
llamada Metapa, pues al mes de su alumbramiento pasó a residir a León,
donde su madre, Rosa Sarmiento, y su padre, Manuel García, habían
fundado un matrimonio teóricamente de conveniencias pero próspero sólo
en disgustos.
Para hacer más llevadera la mutua incomprensión, el
incansable Manuel García se entregaba inmoderadamente a las farras y
ahogaba sus penas en los lupanares, mientras la pobre Rosa Sarmiento
huía de vez en cuando de su cónyuge para refugiarse en casa de alguno de
sus parientes. No tardaría la madre en dar a luz una segunda hija
(Cándida Rosa, que se malogró enseguida) ni en enamorarse de un tal Juan
Benito Soriano, con el que se fue a vivir arrastrando a su primogénito a
"una casa primitiva, pobre y sin ladrillos, en pleno campo", situada en
la localidad hondureña de San Marcos de Colón.
No obstante, el pequeño Rubén volvió pronto a León y pasó a
residir con los tíos de su madre, Bernarda Sarmiento y su marido, el
coronel Félix Ramírez, los cuales habían perdido recientemente una niña y
lo acogieron como sus verdaderos padres. Muy de tarde en tarde vio
Rubén a su madre, a quien desconocía, y poco más o menos a su padre, por
quien siempre sintió desapego, hasta el punto de que el incipiente
poeta firmaba sus primeros trabajos escolares como Félix Rubén Ramírez.
Rubén Darío
El hogar del coronel Félix Ramírez era centro de célebres
tertulias que congregaban a la intelectualidad del país; en este
ambiente culto creció el pequeño Darío. Precoz versificador infantil, el
mismo Rubén no recordaba cuándo empezó a componer poemas, pero sí que
ya sabía leer a los tres, y que a los seis empezó a devorar los clásicos
que halló en la casa; a los trece ya era conocido como poeta, y a los
catorce concluyó su primera obra. En su ambiente y en su tiempo, las
elegías a los difuntos, los epitalamios a los recién casados o las odas a
los generales victoriosos formaban parte de los usos y costumbres
colectivos, y cumplían con inveterada oportunidad una función social
para la que jamás había dejado de existir demanda. Por entonces se
recitaban versos como se erigían monumentos al dramaturgo ilustre, se
brindaba a la salud del neonato o se ofrecían banquetes a los
diplomáticos extranjeros.
Durante su primeros años estudió con los jesuitas, a los que
dedicó algún poema cargado de invectivas, aludiendo a sus "sotanas
carcomidas" y motejándolos de "endriagos"; pero en esa etapa de juventud
no sólo cultivó la ironía: tan temprana como su poesía influida por Gustavo Adolfo Bécquer y por Victor Hugo fue su vocación de eterno enamorado. Según propia confesión en la Autobiografía,
una maestra de las primeras letras le impuso un severo castigo cuando
lo sorprendió "en compañía de una precoz chicuela, iniciando indoctos e
imposibles Dafnis y Cloe, y según el verso de Góngora, las bellaquerías
detrás de la puerta".
Antes de cumplir quince años, cuando los designios de su
corazón se orientaron irresistiblemente hacia la esbelta muchacha de
ojos verdes llamada Rosario Emelina Murillo, en el catálogo de sus
pasiones había anotado a una "lejana prima, rubia, bastante bella", tal
vez Isabel Swan, y a la trapecista Hortensia Buislay. Ninguna de ellas,
sin embargo, le procuraría tantos quebraderos de cabeza como Rosario; y
como manifestara enseguida a la musa de su mediocre novela sentimental Emelina
sus deseos de contraer inmediato matrimonio, sus amigos y parientes
conspiraron para que abandonara la ciudad y terminara de crecer sin
incurrir en irreflexivas precipitaciones.
Rubén Darío en 1892
En agosto de 1882 se encontraba en El Salvador, y allí fue recibido por el presidente Rafael Zaldívar, sobre el cual anota halagado en su Autobiografía:
"El presidente fue gentilísimo y me habló de mis versos y me ofreció su
protección; mas cuando me preguntó qué es lo que yo deseaba, contesté
con estas exactas e inolvidables palabras que hicieron sonreír al varón
de poder: "Quiero tener una buena posición social".
En este elocuente episodio, Rubén expresa sin tapujos sus
ambiciones burguesas, que vería dolorosamente frustradas y por cuya
causa habría de sufrir todavía más insidiosamente en su ulterior etapa
chilena. En Chile conoció también al presidente José Manuel Balmaceda
y trabó amistad con su hijo, Pedro Balmaceda Toro, así como con el
aristocrático círculo de sus allegados; sin embargo, para poder vestir
decentemente, se alimentaba en secreto de "arenques y cerveza", y a sus
opulentos contertulios no se les ocultaba su mísera condición. De la etapa chilena es Abrojos (1887), libro de
poemas que dan cuenta de su triste estado de poeta pobre e
incomprendido; ni siquiera un fugaz amor vivido con una tal Domitila
consigue enjugar su dolor. Como su familia era llamada "los Darío" (por
el apellido de un abuelo), el joven poeta, en busca de eufonía, había
empezado a firmar como "Rubén Darío", pseudónimo que adoptó
definitivamente como nombre literario de batalla. Para un concurso
literario convocado por el millonario Federico Varela escribió Otoñales, que obtuvo un modestísimo octavo lugar entre los cuarenta y siete originales presentados, y Canto épico a las glorias de Chile,
por el que se le otorgó el primer premio, compartido con Pedro Nolasco
Préndez y que le reportó la módica suma de trescientos pesos.
Pero fue en 1888 cuando la auténtica valía de Rubén Darío se dio a conocer con la publicación de Azul, libro encomiado desde España por el a la sazón prestigioso novelista Juan Valera,
cuya importancia como puente entre las culturas española e
hispanoamericana ha sido brillantemente estudiada por María Beneyto. Las
cartas de Juan Valera sirvieron de prólogo a la nueva reedición
ampliada de 1890, pero para entonces ya se había convertido en obsesiva
la voluntad del poeta de escapar de aquellos estrechos ambientes
intelectuales (donde no hallaba ni el suficiente reconocimiento como
artista ni la anhelada prosperidad económica) para conocer por fin su
legendario París.
Rubén Darío (imagen tomada en España, 1908)
El 21 de junio de 1890 Rubén Darío contrajo matrimonio con
una mujer con la que compartía aficiones literarias, Rafaela Contreras,
pero sólo al año siguiente, el 12 de enero, pudo completarse la
ceremonia religiosa, interrumpida por una asonada militar; fruto de esta
unión fue su hijo Rubén, nacido en Costa Rica el 11 de noviembre de
1891. Más tarde, con motivo de la celebración del cuarto Centenario del
Descubrimiento de América, vio cumplidos sus deseos de conocer el Viejo
Mundo al ser enviado como embajador a España.
El poeta desembarcó en La Coruña el 1 de agosto de 1892,
precedido de una celebridad que le permitiría establecer inmediatas
relaciones con las principales figuras de la política y la literatura
españolas, pero, desdichadamente, su felicidad se vio ensombrecida por
la súbita muerte de su esposa, acaecida el 23 de enero de 1893, lo que
no hizo sino avivar su tendencia, ya de siempre un tanto desaforada, a
trasegar formidables dosis de alcohol.
Precisamente en estado de embriaguez fue poco después
obligado a casarse con aquella angélica muchacha que había sido objeto
de su adoración adolescente, Rosario Emelina Murillo, quien le hizo
víctima de uno de los más truculentos episodios de su vida. Al parecer,
el hermano de Rosario, un hombre sin escrúpulos, pergeñó el avieso plan,
sabedor de que la muchacha estaba embarazada. En complicidad con la
joven, sorprendió a los amantes en honesto comercio amoroso, esgrimió
una pistola, amenazó con matar a Rubén si no contraía inmediatamente
matrimonio, saturó de whisky al cuitado, hizo llamar a un cura y
fiscalizó la ceremonia religiosa el mismo día 8 de marzo de 1893.
Naturalmente, el embaucado hubo de resignarse ante los
hechos, pero no consintió en convivir con el engaño, y en adelante sería
perseguido por su pérfida y abandonada esposa buena parte de su vida.
Rubén conoció en Madrid a una mujer de baja condición, Francisca
Sánchez, la criada analfabeta de la casa del poeta Francisco Villaespesa,
en la que encontró refugio y dulzura. Con ella viajará a París al
comenzar el siglo, tras haber ejercido de cónsul de Colombia en Buenos
Aires y haber residido allí desde 1893 a 1898, así como tras haber
adoptado Madrid como su segunda residencia desde que llegara, ese último
año, a la capital española enviado por el periódico La Nación.
Se inicia entonces para él una etapa de viajes entusiastas
(Italia, Inglaterra, Bélgica, Barcelona...) y es acaso entonces cuando
escribe sus libros más valiosos: Cantos de vida y esperanza (1905), El canto errante (1907), El poema de otoño (1910), El oro de Mallorca
(1913). Residió una temporada en Mallorca para restaurar su deteriorada
salud, que ni los solícitos cuidados de su buena Francisca lograban
sacar a flote. Por otra parte, el muchacho que quería alcanzar una
"buena posición social" no obtuvo nunca más que el dinero y la
respetabilidad suficientes como para vivir con frugalidad y modestia, y
de ello da fe un elocuente episodio de 1908, relacionado con el
extravagante escritor español Alejandro Sawa, quien muchos años antes le había servido en París de guía para conocer al perpetuamente ebrio Verlaine.
Sawa, un anciano literato bohemio, por entonces enfermo y
ciego, que había consagrado su orgullosa vida a la literatura, le
reclamó a Rubén la escasa suma de cuatrocientas pesetas para ver por fin
publicada la que hoy es considerada su obra más valiosa, Iluminaciones en la sombra,
pero éste, al parecer, no estaba en disposición de facilitarle este
dinero y se hizo el desentendido, de modo que Sawa, en su
correspondencia, acabó por pasar de los ruegos a la justa indignación,
reclamándole el pago de servicios prestados. Según declaraba en sus
cartas, Alejandro Sawa había sido el autor o negro, en argot editorial, de algunos artículos remitidos en 1905 a La Nación
y firmados por Rubén Darío. En cualquier caso, fue finalmente el poeta
nicaragüense quien, a petición de la viuda de Sawa, prologó enternecido
el extraño libro póstumo de ese "gran bohemio" que "hablaba en libro" y
"era gallardamente teatral", citando las propias palabras de Rubén.
Y es que, al final de su vida, el autor de Azul no
estaba en disposición de favorecer a sus amigos más que con su pluma,
cuyos frutos en muchos casos no le alcanzaban ni para pagar sus deudas,
pero ganó, eso sí, el reconocimiento de la mayoría de los escritores
contemporáneos en lengua española y la obligada gratitud de todos
cuantos, después de él, han intentado escribir un alejandrino en este
idioma. En 1916, al poco de regresar a su Nicaragua natal, Rubén Darío
falleció, y la noticia llenó de tristeza a la comunidad intelectual
hispanoparlante.
La obra de Rubén Darío
Con una dichosa facilidad para el ritmo y la rima creció
Rubén Darío en medio de turbulentas desavenencias familiares, tutelado
por solícitos parientes y dibujando con palabras en su fuero interno
sueños exóticos, memorables heroísmos y tempestades sublimes. Pero ya en
su época toda esa parafernalia de prestigiosos tópicos se hallaba tan
desgastada como el propio Romanticismo y se ofrecía a la imaginación de
los poetas como las armas inútiles que se conservan en una panoplia de
terciopelo ajado.
Rubén Darío estaba llamado a revolucionar rítmicamente el
verso castellano, pero también a poblar el mundo literario de nuevas
fantasías, de ilusorios cisnes, de inevitables celajes, de canguros y
tigres de bengala conviviendo en el mismo paisaje imposible. Trajo a un
idioma que estaba en tiempos de decadencia el influjo revitalizador
americano y los modelos parnasianos y simbolistas franceses, abriéndolo a
un léxico rico y extraño, a una nueva flexibilidad y musicalidad en el
verso y la prosa, e introdujo temas y motivos universales, exóticos y
autóctonos, que excitaban la imaginación y la facultad de analogías. Y
acabó siendo, en definitiva, uno de los grandes renovadores del lenguaje
poético en las letras hispánicas.
La poesía de Rubén Darío, tan bella como culta, musical y
sonora, influyó en centenares de escritores de ambos lados del océano
Atlántico. Los elementos básicos de su poética los podemos encontrar en
los prólogos a Prosas profanas (1896), Cantos de vida y esperanza (1905) y El canto errante
(1907). Entre ellos es fundamental la búsqueda de la belleza oculta en
la realidad. Para Rubén Darío, el poeta tiene la misión de hacer
accesible al resto de los hombres el lado inefable de la realidad; para
descubrir este lado inefable, el poeta cuenta con la metáfora y el
símbolo como herramientas principales. Directamente relacionado con ello
se encuentra el rechazo de la estética realista y el escapismo a
escenarios fantásticos, alejados espacial y temporalmente de su
realidad.
Enteramente inquieto e insatisfecho, codicioso de placer y de
vida, angustiado ante el dolor y la idea de la muerte, Darío pasó
frecuentemente del derroche a la estrechez, del optimismo frenético al
pesimismo desesperado, entre drogas, mujeres y alcohol, como si buscara
en la vida la misma sensación de originalidad que en la poesía o como si
tratara de aturdirse en su gloria para no examinar el fondo admonitor
de su conciencia. Este "pagano por amor a la vida y cristiano por temor
de la muerte" fue un gran lírico ingenuo que adivinó su trascendencia y
quiso romper con las rutinas e imposiciones de la tradición literaria de
España y América.
Era necesario romper la monótona solemnidad literaria de España con los ecos del ímpetu romántico de Victor Hugo, con las galas de los parnasianos, con el "esprit" de Verlaine; los artículos de Los raros
(1896), de temas preponderantemente franceses, nos hablan con claridad
de esta trayectoria. Pero también América hispánica se hallaba
aprisionada en un círculo tradicional, con lo norteamericano por arriba y
los cantos a Junín y a la agricultura de la Zona Tórrida por todas
partes. Su réplica fue su primer poemario plenamente modernista, Prosas profanas (1896), con unas primeras palabras de programa, en las que figuran composiciones tan singulares y brillantes como el Responso a Verlaine, Era un aire suave... o la Sonatina.
Prosas profanas es la obra clave de esta ruptura: la
reacción contra la ampulosidad romántica y la estrechez realista se
traduce en composiciones de insuperable belleza y brillo imaginativo.
Las inquietudes de poetas precursores y coetáneos como Julián del Casal, Ricardo Jaimes Freyre, José Asunción Silva, José Martí, Salvador Díaz Mirón o Salvador Rueda,
entre otros, fueron recogidas y organizadas por el gran lírico, que,
influido por el parnasianismo y el simbolismo franceses, sentó las bases
de la nueva escuela: el Modernismo, punto de partida de toda la
renovación lírica española e hispanoamericana. Todo ello a pesar de que
Rubén Darío rechazaba las normas y la mala costumbre de la imitación;
afirmaba que no hay escuelas, sino poetas, y aconsejaba que no se
imitase a nadie, ni siquiera a él mismo.
Ritmo y plástica, música y fantasía son elementos esenciales
de la nueva corriente, más superficial y vistosa que profunda en un
principio, cuando aún no se había asentado el fermento revolucionario
del poeta. Pero pronto llega el asentamiento. El lírico "español de
América y americano de España", que había abierto a lo europeo y a lo
universal los cotos cerrados de la Madre Patria y de Hispanoamérica,
miró a su alma y su obra, y encontró la falta de solera hispánica: "yo
siempre fui, por alma y por cabeza, / español de conciencia, obra y
deseo"; y en la poesía primitiva y en la poesía clásica española
encontró la solera hispánica que necesitaba para escribir los versos de
la más lograda y trascendente de sus obras: Cantos de vida y esperanza
(1905), en la que corrige explícitamente la superficialidad anterior
("yo soy aquel que ayer no más decía..."), y en la que se hallan
composiciones como Lo fatal, Marcha triunfal, Salutación del optimista, A Roosevelt y Letanía de Nuestro Señor
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